- Editorial por Josefina Correa, Abogada y Directora política de Greenpeace.
El futuro es por definición un hecho incierto; no sabemos qué, cuándo, ni cómo van a pasar las cosas. En buena medida -si uno lo piensa- vivir y sobrevivir para todos los seres vivos, supone tomar opciones basados en cierta creencia que algunas cosas efectivamente van a ocurrir. Así, una planta echa raíces donde cree que ese esfuerzo le servirá para crecer o un elefante se dirige rumbo al agua que ancestralmente ha existido en cierta época del año. En tanto nosotros, al parecer no sólo damos por sentado que vamos a tener agua, aire y alimentos para vivir y proveernos de elementos vitales, sino que además dirigimos nuestro trabajo y planificación hacia la idea que ciertas cuestiones económicas son previsibles al futuro. Quizás ese es un punto central a analizar: ¿Qué hace que un país como el nuestro desde octubre se manifieste buscando cambios estructurales a esta supuesta estabilidad y certeza que nos ofrece el actual modelo de desarrollo?
Esta semana y la anterior hemos visto la intensidad del debate en torno a la seguridad social. En un contexto crítico y económico, resultado de la pandemia y de la vulnerabilidad de nuestro modelo de desarrollo, vemos una gran presión social para disponer de una parte de ese ahorro previsional que ayude a enfrentar la contingencia. Así, a pesar de los discursos en torno a las consecuencias que traería consigo la incertidumbre del retiro, los que amenazan con el descalabro económico y la pobreza estructural, no se hace mella a la convicción social de entrar a las AFP a recuperar algo. ¿Ya no importa el futuro? ¿A nadie le da miedo que colapse todo el sistema? Ciertamente, no. Ocurre que ya nadie cree que la pensión de la AFP sea una solución para adelante y el riesgo de que esa plata no exista, hace más seguro tener aunque sea un porcentaje injusto, algo disponible y real, hoy.
El agua, es evidentemente una cuestión esencial. Sin este elemento nuestro cuerpo muere a los pocos días; el organismo la requiere para todas sus funciones, y a su vez el planeta la requiere para sostener la enorme trama de relaciones y equilibrios entre especies y ecosistemas que permiten la vida y las dinámicas económicas y sociales, como las conocemos hasta hoy. En Chile, las proyecciones científicas nos alertan que estamos viendo una condición de descenso sostenido de las precipitaciones, que el cambio climático impacta nuestro sistema hídrico y que somos un país particularmente vulnerable. Y sin embargo, los sistemas hídricos han sido intervenidos desde su nacimiento, con mineras extrayendo agua desde la fuente; afectación de glaciares en las faenas, cuencas sobre otorgadas, extracción subterránea, drenaje de humedales, explotación de salares, por mencionar algunos. En definitiva, una mala gestión que nos ha llevado a habitar en un país donde, pese a que sólo el 2% del recurso se utiliza para el consumo humano, casi 47,2% de la población rural no cuenta con abastecimiento formal de agua.
Existe un gran número de personas cada día más consciente de esta situación. En efecto, las encuestas hechas por el propio gobierno sondean que 75% de los chilenos creen que el Estado debe asegurar el acceso al consumo humano y 81% cree que frente a la sequía la principal acción para enfrentarla es aumentar la protección de ríos, lagos, acuíferos, humedales, glaciares y otros. A pesar de eso, el pasado enero, después de once años de haber ingresado, la reforma constitucional para consagrar el derecho al agua como un derecho, se rechazó en general; es decir, ni siquiera alcanzó el quórum requerido para discutir el proyecto. En aquella sesión, en la que se rechazó el acceso al agua para los seres humanos y los ecosistemas, no contó con la mirada de miles de chilenos. Los políticos no sintieron la presión de avanzar en estos cambios y francamente cuesta creer que ese mismo parlamento esté dispuesto a avanzar en el acceso al agua.
Tanto esa reforma constitucional, como la que hoy mantiene a nuestro país expectante, no solucionan el problema basal ya que no nos liberan de los problemas de fondo. El problema estructural es que hemos construido un sistema económico y de relaciones sociales que disponibiliza nuestros derechos como mercancías; que regala nuestros bienes comunes, destruye nuestro ecosistemas, y olvida las dinámicas propias de la naturaleza en los cálculos de costos y pérdidas. Ese proyecto nacional, basado principalmente en la explotación intensiva de nuestro territorio, marcado por una fuerte inequidad territorial, está recogido en un sistema jurídico que encuentra su norma más elevada en la Constitución Política.
El riesgo y el miedo son un motor político, fuertemente estudiado, y dramáticamente implementado en este terreno. Hoy, ese temor debe impulsarnos a desarrollar una Constitución Política que sirva como norma fundamental para interpretar todo nuestro sistema con otro enfoque, uno que ponga el valor de la vida y salud de nosotros y planetaria en el centro de la discusión. Porque tal como dijera Hans Jonas en 1979, cuando se trata de pensar en la responsabilidad que tenemos con el futuro, debemos comprender que nuestra primera obligación es la de mantener las condiciones para que podamos existir como sujetos para adelante. Solo desde ahí podemos construir presupuestos para la vida económica y social. A cien días del plebiscito, nuestro acto más responsable es incidir, actuar, llamar y unirnos a muchas y muchos en el camino para la aprobación de una constitución ecológica.